"Al
lado de las grandes composiciones murales -a gritos o en silencio-,
los residuos de cada día". Con esta sentencia inicia Antoni
Tàpies un extracto de los muchos que escribió durante su vida
acerca de su 'memoria personal'. Corría el año 1977 y el artista
hablaba concretamente de la evolución de su arte desde la pintura de
los 40 y los 50, hasta el 'assemblage' y el 'collage' de los 60. En
torno a esta evolución hacia lo escultórico de sus creaciones, es a
lo que gira la nueva exposición del museo Guggenheim de Bilbao,
que podrá visitarse hasta el 19 de enero, y que nos presenta cerca
de 100 obras del artista realizadas entre 1964 y 2009.
Los
60 fueron años de revolución dentro del arte y de la sociedad en
general. Al Mayo francés del 68 habría que sumarle en los Estados
Unidos fenómenos como el movimiento neo-dadá. Artistas como John
Cage o Robert Rauschenberg fueron pioneros (ya desde los 50) en
revolucionar la escena artística de aquella década, elevando a la
categoría de 'escultura' un objeto de la vida cotidiana como podía
ser una silla o un electrodoméstico. Estos recurrieron a objetos
banales, a veces deshechos, para presentarlos en salas de
exposiciones de museos y galerías. En su mente tenían la idea de
romper con la tradicional valoración de la obra de arte en términos
de destreza manual, por ejemplo a la hora de pintar o tallar un
bloque de mármol.
Siguiendo
a Marcel Duchamp y su invención del 'ready-made', los americanos
trataron de poner 'patas arriba' el arte heroico y supuestamente
sublime de sus compatriotas los expresionistas abstractos, que tanto
éxito habían tenido en la década anterior. Tàpies andaba metido
en todo esto en 1960. Ese año, su galería en Nueva York, la Martha
Jackson, presentaba la muestra 'New Materials, New Forms'. En ella el
artista catalán expuso algunas de sus obras junto a otras de Robert
Rauschenberg, Jasper Johns, Claes Oldenburg o Allan Kaprow. De esta
manera se sumergía dentro de una corriente de creadores que volvían,
como ya hicieran Picasso y Braque con el collage cubista, a
reivindicar lo superfluo o lo inútil dentro del arte (los deshechos
de la vida diaria), dos categorías aún no aceptadas por muchos, y
como se pueden imaginar, mucho menos en los 60.

En
medio de estas tensiones entre lo superfluo y lo necesario, lo lleno
y lo vacío, Tàpies hizo una inesperada incursión a partir de los
años 80 en el uso de la cerámica y el bronce. Este giro en el uso
de materiales en su carrera, presente en varias salas del Museo
Guggenheim, y recogido en un texto de 1994 de Gloria Moure titulado
'Tàpies, objetos del tiempo', fue promovida por su relación con
Eduardo Chillida y el galerista Aimé Maeght. En esos años Tàpies
empezó a trabajar con la cerámica a la manera de un iniciado. La
terracota le permitía hacer incisiones e introducir materiales, a la
vez que iba dando rienda suelta a su gesto creativo, haciendo uso del
azar. En la muestra está presente su inmensa 'Zabatilla' de 1986, un
gran zapato en mitad de una de las salas, que presenta su
inconfundible firma: la 't' de Tàpies. Sus esculturas de cerámica y
bronce, que parecen talladas por la 'mano' de la historia, más que
por las del artista, nos hablan del elemento ‘tiempo’, común a
seres y objetos que habitan el universo.
Una
pieza fundamental suya es sin duda 'Rinzen', de 1993. Se trata de una
gran instalación depositada en el MACBA (no se puede ver en la
muestra), que le valió a Tàpies la mención del León de Oro de la
Bienal de Venecia de ese año. Un importante galardón que consolidó
la importancia de su obra objetual, más allá de sus conocidos
muros. En esta Bienal participó también junto al catalán, la
escultora Cristina Iglesias, que ha escrito para la ocasión un texto
del catálogo de la muestra.
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